viernes, 30 de septiembre de 2011

Café, agua, leche y donas.

Traigo un color opaco en mis sueños, y uno desteñido en mi corazón.


Preparo dos cafés en la mañana. Uno para tí, uno para mí. Se enfría lentamente, igual que mi pecho, igual que mis ganas. Me quedo sentado esperando tu presencia, suponiendo que tal vez estabas agotada por el ajetreo de la noche anterior. Tras pasar una hora, pasan sesenta pensamientos por mi mente, todos imaginando alguna razón que me darás por la cual no llegaste a beber ese café, que quedó intacto. Ambas tazas.

Llega la tarde, y me siento en la mesa, con un par de vasos de agua de tamarindo, también para tí y para mí. Ansioso por charlar contigo, por escuchar esa voz tuya que me susurra al oído cada segundo del día sin la necesidad de que estés presente, miro el reloj y en un débil intento por detenerlo con la mirada, se desvanecen mis esperanzas de esa charla. Y para ese momento, mantengo la ilusión de que tu ausencia, sea solo una jugarreta del destino, una desagradable y punzante jugarreta.

Cae la noche y en punto de las nueve, ya te está esperando un vaso de leche, y una dona de chocolate, ésa que tanto te gusta. A pesar de lo transcurrido en el día, de esa espera que se me hizo enterna, confío plenamente en que llegarás a cenar. Sin embargo, me dieron las 12 de la noche, el pan se secó, se endureció. Me voy a dormir con la ilusión más rota que mis tenis. No te ví, no te escuché, no supe nada de tí.

Repito la misma rutina todos los días, y me doy cuenta que ni el café, ni el agua de tamarindo, ni la leche y la dona, tuvieron algún efecto, y si lo tuvieron, fue sólo para darme cuenta que me quedé igual de frío que el café, igual de desabrido que el agua de tamarindo, igual de echado a perder que la leche, igual de endurecido que la dona. Así quedé, así quedaron mis sentimientos, mis ilusiones, todo.

No sé si recuperaré el color algún día. No sé si te tendré algún día. Lo único que sé, es que el café, el agua, la leche, y las donas, te esperarán todos los días de mi vida.

domingo, 18 de septiembre de 2011

La última carta.

Vengo a despedirme. Te dejo las cartas que te escribí. Todas bajo tu almohada, para que sueñes con lo que había soñado para nosotros.

Me voy porque ya no encuentro razón para quedarme. Ya no encuentro un motivo lo suficientemente poderoso para hacerlo. El último era tu amor. Ya no tengo lugar aquí. Por eso me voy. Nos fuimos apagando, poco a poco, después de ser una llama más grande que el Sol, terminamos siendo solo humo, ni siquiera cenizas.

No te reprocho nada. Me reprocho a mí. Me reprocho por no haber sido lo suficientemente fuerte para quedarme en tu pecho. Me reprocho por dejar esas cartas para después, por no tener la valentía para dártelas. Me reprocho todo.

Sabía que no sería eterno, sin embargo intenté aferrarme con la fuerza de todos los mares a tí, con la esperanza de que lo nuestro se hiciera tan fuerte y tan grande, que nos convirtiéramos en mar también. Me voy con las alas rotas, unas alas que no pudieron aprender a volar. Unas alas que te querían abrazar.

Y no voy a mirar atrás, sé que volvería por tí. Llevo una foto tuya en mi billetera, ahí te dejaré, solo ahí. Voy a buscar un lugar en el que pueda dejar mi dolor, tal vez el olvido sea la mejor parte. No tengo rumbo. El único rumbo que tenía eras tú, el único lugar al que quería llegar eran tus brazos, refugiarme en ellos cual ave en su nido.

El problema es que pueda aprender a caminar sin que estés en cada paso que doy, en cada mirada que aviento, en cada susurro del viento. No reconozco nada, solo tu perfume que me llama. Todo mal.

No espero que vengas a detenerme, aunque sea lo que en realidad quiero. Ojalá ésta fuera como una de esas películas en las que todo termina con un beso perfecto. Ojalá. Aunque digan que soñar no cuesta nada, sí cuesta. Cuesta toda una felicidad, toda una vida. Cuestan los mismos sueños.

No sé si nos volvamos a ver, o si nos volvamos a escuchar. No lo sé. Te dejo aquí nuestra historia incompleta, te dejo aquí la última carta.

martes, 6 de septiembre de 2011

El tiempo debería ayudar.

Hola, reloj, ¿sigues avanzando? Bien. Yo sigo extrañándole.


Aparentemente, ni el reloj puede dejar de avanzar, ni yo le puedo dejar de extrañar. Parecen ser cosas inevitables, cosas que simplemente debemos dejar que sigan su rumbo, sin saber exactamente el momento en el que dejen de suceder. Aparentemente está involucrado el destino. Siempre el maldito destino.

¿Qué hago, si le dejé ir? ¿Qué hago, si no puedo volver?


Nada. Solo quedarme con la carencia de recuerdos, y de momentos también. Quedarme con esa sonrisa que provocó que mi alma se erizara, con esa voz que no me deja nada más que su ausencia. Sí, con eso me quedo. De saber que iba a huír, en el momento en el que más tenía que quedarme, no me habría acercado. De saber que su corazón iba a quedar más destruido que los sueños inalcanzables, no lo habría tomado.

Qué egoístas somos a veces, al pensar nada más en nuestra luz al final del túnel, sin darnos cuenta que no es necesario llegar al final del túnel, para encontrar nuestra luz; esa luz que en la mayoría de las ocasiones, descansa en una persona, en su pecho, para ser más exactos. Y dejamos a esa persona atrás, y le apagamos esa luz,apagamos su pecho. Qué egoístas.

Y cuando nos marchamos sin pensarlo bien, nos mostramos débiles ante el arrepentimiento, ante las ganas de volver, ante querer pegar ese corazón que rompimos, a volver a encender esa luz que apagamos. Y nuevamente caemos en el egoísmo, regresar cuando ya no es necesario, y solo con mostrar nuestra cara, despertar las memorias que ya se habían escondido, abrimos las heridas que ya estaban sanando, derrumbamos la reconstrucción del corazón.

Perdón, reloj, sigue tu marcha. Dile a tus manecillas que avancen más rápido; y yo le diré a mi corazón que le olvide tan rápido como avances.