miércoles, 4 de enero de 2012

Un día aprendí a soñar con los ojos abiertos.

Y cuando menos lo esperas, abres los sueños.


La verdad, es que estaba indeciso sobre qué escribir. No sabía si escribirle al amor, o al desamor, o a qué. Así que decidí escribirnos a nosotros.

Vaya forma esa de transformarnos de un día a otro, sin poder decidir, sin poder actuar, sin poder opinar, pues. Y es que es tan repentina la forma en que llegan las personas, que ni siquiera traes los calzones puestos u acomodados. Ni siquiera sabes si vas a reír con su llegada, o llorar con su partida, o si será al revés. Solamente llegan sin avisar y sin un sentido de conciencia que pueden causar en alguien ajeno a ellos. Llegan sin decir cuánto tiempo piensan quedarse, o si siquiera piensan quedarse.

A veces creo que llegan, sólo para contarnos historias, no sé si para pedirnos que formemos parte de ellas, o únicamente, para aislarnos y recordarnos que no lo somos. Llegan para presumirnos de una felicidad que no conocemos, de unos sueños absolutamente inverosímiles, tal vez.  Y digo "inverosímiles", porque ¿qué va a conocer uno sobre sueños, si a duras penas puede con su realidad? Nada.

Y son precisamente esas personas, las que nos enseñan que no es necesario dormir, para poder soñar. No es necesario tener una meta para aprender a correr. Bueno, no es obligación asemejarse a los demás para ser feliz. Y creo que es precisamente esa absurda idea nuestra, la que no nos permite desplegar las alas y volar tan alto como nuestros sueños nos lo permitan. Vaya, si seremos estúpidos.

Con el paso del tiempo y con el volar de las alas, aprendí que mi almohada, es lo último que necesito para soñar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario