martes, 21 de febrero de 2012

La del pórtico.

Ahí estaba Agustina, sentada en su pórtico en una de esas sillas reclinables hechas de madera de roble que ya estaba bastante desgastada. No sé si era por todos los fantasmas y tormentos que tenía que cargar cada vez que Agustina se sentaba, o si era simplemente por las lluvias torrenciales que golpeaban a su pueblo como si estuviese condenado de por vida a causa del abrupto abuso de la tala de árboles y a la matanza de las gaviotas de la región. En fin, ahí estaba ella. Ahí estaba Agustina con un taza de café en una mano (que parecía eterna pues, con esa única taza de café, le bastaba para posarse todo el día en su silla y beber de ella sin que tuviera la necesidad de levantarse por más), y con un cigarrillo largo como su olvido en la otra. Ahí estaba desde hacía doce años, todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches; siempre sola, sin pronunciar una palabra (aparentando que nada ni nadie merecía escuchar su voz) y sin que alguna persona del pueblo la hubiese visto pestañear o gesticular por lo menos una vez.

Era tan inverosímil la frigidez con que se manejaba, que algunos dudaban que en realidad se mantuviera respirando. Y, de no ser por ese único sorbo que daba a su café cada cuarenta y siete minutos, y por la brusca bocanada que le arrebataba al cigarro cada tres, bien se podría creer.

Agustina era una dama de aproximadamente cuarenta años, nadie podía saber con certeza su edad. Era de complexión delgada, de tez excesivamente blanca, a punto de caer en la transparencia (pero jamás en lo invisible). Su pelo era color negro profundo, como si el abismo residiera en él. Sus ojos se podían fácilmente confundir con un par de lagos límpidos por ese imponente tono azulado que tenían, pero que, al mirarlos cuidadosamente, parecían estar sumergidos en lo más oscuro y escalofriante de esos lagos. Solía vestir con vestidos largos de colores opacos que combinaban perfectamente con su alma.

Nunca se le vio realizar otro movimiento que no fuese el de encender su cigarrillo con un cerillo, darle sus bocanadas cada tres minutos, y beber un solo sorbo de café cada cuarenta y siete. Era estremecedora la exactitud con que lo hacía. Casi parecía que tuviese una alarma que sonara estrepitosamente en su cerebro para realizar dichos movimientos. Ni siquiera comer se le veía, como si fuera su abrumadora soledad la que alimentara sus entrañas. Jamás se le conoció un pariente o un amigo, ¡vaya!, ni siquiera una mascota.

Pero parecía que Agustina disfrutaba vivir así, pues demostraba cierto desdeño hacia todo lo que no fuese su silla reclinable, su interminable taza de café que, además, y por alguna extraña e inexplicable razón, permanecía caliente todo el día; sus cerillos y sus cigarrillos. Parecía estar ausente cada segundo del día y de la noche.

Así era Agustina, mujer que vivía en el más desdichado mundo de café y cigarros, pero que lo vivía con tal apacibilidad que cualquiera pudiera envidiar; y cuya voz, nunca nadie pudo escuchar.

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