jueves, 19 de abril de 2012

Otoño en Navarra

Era Octubre en Navarra, España. No recuerdo bien el año en que sucedió, puesto que mi abuelo, quien compartió esta historia conmigo, tiene ciertas dificultades para recordar fechas; pero vaya talento el que tiene para relatar sus historias. Yo supongo que habrá sido por ahí de 1940 aproximadamente, pues él presume que aún estaba en sus años mozos. Dice ser uno de los ya pocos testigos que quedan con vida de aquel capítulo en su vida que se le quedó cual sangre en las venas. Relata que decidió salir un par de meses de México para irse de aventurero a España, buscando toparse con alguna anécdota para compartir con sus nietos. Vaya que la encontró.


El otoño estaba en su máxima expresión. Las hojas caían de los árboles delicadamente como si tuviesen temor a tocar el suelo. Todas ellas permanecían aglomeradas hasta el momento en que llegara el viento a repartirles un destino nuevo a todas y cada una de ellas; lejos de su árbol en su mayoría. Soplaba fuerte, provocaba una especie de silbido que hacía perfecta sintonía con el cielo gris y aturdido de tanta nube. Mi abuelo andaba por ahí divagando con la mirada y con los sentimientos que le provocaban tal composición de elementos. Le ponía la nostalgia y la melancolía a flor de piel, dice. Colgando del cuello siempre traía su cámara fotográfica, casi tan obsesivamente como si sostuviese alguna clase de romance con aquel aparato. Dice que era para no perder ningún detalle del paisaje, pero me resulta exagerado que la cargase hasta cuando dormía. En fin, caminaba por la Selva de Irati, precisamente en Navarra, capturando cada movimiento de la naturaleza, hasta que decidió sentarse en una banquilla para tomar un pequeño descanso para rehidratarse y tomar un poco de aire.


Mientras continuaba divagando y asombrándose con cada detalle de aquel extraordinario sitio, se aproximó un hombre con gabardina negra, bufanda del mismo color y un peculiar sombrero igualmente negro. Era alto, fornido, de cara pálida y voz gruesa como el estruendo de un cañón.— ¿Me permite acompañarle, caballero?— Preguntó con una propiedad que asombró a aquel aventurero.— Concédame el honor, por favor.— Respondió mi abuelo.— Iker Valente.— Dijo el caballero de gabardina.— Augusto Rodríguez. — Contestó mi abuelo mientras le estrechaba la mano. Comenzaron una plática que duró horas y de no haber sido porque cayó la tarde, hubiesen continuado sin tener cuidado del tiempo.— Me ha dado tremendo placer conocerle, Augusto. Le invito mañana a desayunar a mi cabaña. Está a sólo un par de kilómetros de aquí hacia arriba. El camino es muy sencillo, no tendrá dificultad alguna para llegar.— Será un placer acompañarle, señor Valente.— Iker, puede llamarme Iker, mi buen amigo.— Bien, Iker. Mañana a primera hora estaré ahí.— Se dieron un apretón de manos y cada quien partió a su dirección.


A primera hora de la mañana, mi abuelo estaba ya en el pórtico de Iker. El hombre estaba fascinado con aquella cabaña construida de madera de roble. Hizo hincapié en lo rústica de aquella morada. Tocó una campana de cobre que colgaba de uno de los pilares del pórtico, y de inmediato salió el señor Valente.— ¡Mi buen amigo! ¡Le estaba esperando ya!— Exclamó Iker levantando los brazos. Inmediatamente después, dio un cálido abrazo a su nuevo amigo extranjero. Ambos se sentaron en el comedor de caoba, y se dispusieron a servirse el desayuno. Huevos, panqueques, fruta, jugo, café y demás alimentos atiborraban la mesa casi al punto de desbordarse la comida. Mi abuelo estaba cada vez más deleitado. Sostuvieron una amena plática durante varias horas, hasta que mi abuelo interrumpió.— Debo decir que le estoy muy agradecido por el desayuno, Iker. ¿Qué opina si por la noche vamos por un trago al pueblo? Yo invito.— ¡No!— Respondió violentamente el español, mientras el coraje invadía su cuerpo como si mi abuelo hubiese blasfemado.— Verá, no me parece adecuado que nos embriaguemos. Después se nos podrá dificultar un poco el regreso.— Mi abuelo, aún pálido por el susto, respondió:— Tiene razón. ¿Qué le apetece hacer?— Venga, le mostraré la casa.— Se dispusieron a dar el último sorbo a sus respectivos cafés, y se pusieron de pie.— Vamos.— Dijo Iker aún tembloroso por aquella repentina furia que se apoderó de él. Caminaron un largo pasillo entre el cual, habían unas 4 o 5 habitaciones, hasta llegar al fondo de él. Había ahí una puerta amplia que Iker abrió con una empuñadura que tenía en la parte media.— ¡Vaya! ¡Es impresionante!— Dijo mi abuelo totalmente anonadado por lo enorme del lugar. Y es que había aproximadamente unos setecientos metros cuadrados de jardín, en los cuales estaban distribuidas unas cuantas cabañas pequeñas y un establo.— ¿Gustáis de montar?— En realidad sólo lo he hecho un par de veces, pero tal vez pueda enseñarme.— Es sencillo. Venga. Le mostraré.— Entonces se aproximaron al establo, y abrió las rejillas de donde salieron dos caballos inmensos y en perfecto estado. — Sólo se monta en el caballo, y dirige halando de aquí. — Entonces le puso anteojeras al caballo, y se lo cedió a mi abuelo. Cabalgaron por varios minutos, hasta que mi abuelo se detuvo a observar una pequeña casa descuidada que notó al fondo entre los árboles.— ¿Qué es ese lugar?— Apuntando con su dedo anular hacia la casa.— Nada que os interese. ¿Ha escuchado aquella frase que dice “la curiosidad mató al gato”? Bien, debería usted dejar de ser tan curioso. No vaya a ser que le toque el mismo escenario que al gato.— Estas palabras, como a cualquiera le hubiera sucedido, estremeció a mi abuelo, quien de inmediato bajó del caballo y dijo a Iker:— Me la he pasado muy bien, pero creo que es hora de que vuelva a mi posada. Agradezco su atención, señor Valente.— Entonces salió a paso disimulado pero veloz de aquella mansión de madera.


Mi abuelo quedó absolutamente consternado. Esas palabras de Iker le giraban en la cabeza cual trompo, y lo dejaron considerablemente temeroso, pero curioso. “¿Qué habrá ahí?” “¿Por qué habrá reaccionado así cuando le pregunté?” “¿Esconderá algo?” Eran unas de las variadas preguntas que abundaban en el cerebro de mi abuelo. Ya bastante avanzada la noche, mi abuelo no soportó más la tentación. Se puso sus botas, su abrigo y una cachucha que encontró entre sus cosas, y se dirigió a casa de Iker a descubrir cuál era el misterio tras esa casita tan descuidada y tenebrosa. Por supuesto, sabía que lo ideal era rodear la cabaña para evitar ser descubierto por el dueño, lo que lo hizo caminar más o menos un kilómetro más. Finalmente llegó a la parte trasera de dicha casa, con toda la intención de forzarla si era necesario, cosa que no sucedió. La puerta estaba entreabierta, y desde unos veinte metros atrás, se percibía un olor extraño. De esos olores que te penetran desde la nariz hasta los intestinos, y te provocan volver el estómago. Pero mi abuelo traía un pañolete con el que cubrió sus fosas nasales, y aunque aún traspasaba el olor, el desagradable pesar era controlable. Entró a la casa sigilosamente, pero el crujir de la madera pútrida hacía un escándalo que sentía que en cualquier momento le iba a delatar. Sin embargo, ignoró esto y continuó. Infestada de un sinfín de bichos de toda clase, de telarañas, y de olores extraños, mi abuelo siguió buscando, aunque ni siquiera supiera qué buscaba. De repente, hubo un olor difícil de distinguir, pero que, sin duda, resaltaba entre los demás. Ya sabía qué buscaba. Entonces mi abuelo se retiró el pañolete y siguió por toda la casa el rastro de ese olor tan grotesco. Buscó por todos lados, pero no encontraba el origen del olor. Decepcionado, decidió buscar la salida, pero en su paso, sintió que había pisado algo. Por el crujido, supuso que se trataría de alguno de los bichos, así que siguió el camino, cuando volvió a sentir algo similar. Consternado y curioso por saber de qué se trataba tal sensación en los pies, volteó la vista al piso, llevándose una aterradora y escalofriante sorpresa: — ¡Carajo! ¡Eso es una mano! — Miró hacia atrás y se topó con lo que temía: más rastros de cuerpo humano. Regresó el camino, y notó una pequeña compuerta que estaba disfrazada entre las maderas. Jaló la manija, y rodaron un sinnúmero de cabezas y miembros de cadáveres de mujeres. Antes de que terminaran de caer todos los miembros, se echó a correr a la salida, y justo antes de cruzar la puerta, una voz lo detuvo. — Caray, Augusto; amigo mío. Vaya que la curiosidad mata al gato.