viernes, 27 de enero de 2012

La eternidad dura lo mismo que el olvido.

No te escribo porque te estoy extrañando, te escribo porque te estoy olvidando.


La última vez que te escribí, me seguías doliendo. Seguías enterrada en mi pecho; punzando en mi piel. Seguías jugando con mi mano a soltarla y volver a tomarla a tu antojo. Lo mismo hacías con mis sueños.

¿Recuerdas ese «para siempre» que me prometiste? Yo solía hacerlo. Hasta que entendí que si te fuiste fue porque no ibas a volver. Y si volvías, era para terminar de recoger aquellas cosas que olvidaste en nuestra habitación; todas menos a mi. A veces pienso que nunca nos entendimos. O te entendiste. O me entendí. A veces pienso que nunca fuimos para nosotros.

Te lloré tantas veces que esperaba que en alguna de esas lágrimas se te ocurriera regresar diciéndome que todo estaría bien, y que volverías a tomar mi mano para nunca soltarla otra vez. Tan equivocado estaba, y tan equivocados estábamos. Nos equivocamos al pensar que sería eterno cuando ni siquiera éramos conscientes de cuánto dura la eternidad. Estábamos tan equivocados que nos olvidamos de cuidar la esencia y lo que llevamos dentro, y nos pusimos a cuidar la carne. Así de mal estábamos.

Decidí escribirte porque te me estás yendo de la piel, de los recuerdos, y del pecho. Decidí escribirte porque nos veo tan rotos que lo único que nos puede pegar son las letras. Y no, no te quiero pegar para también pegarte en mi alma. Decidí pegarte en papel, porque es la única forma de concluir nuestra historia tan incompleta y tan insuficiente. Es la única forma en que ya no volverás a doler.

Te escribo por última vez porque sé que después ya no podré recordar ni lo que me hizo extrañarte tanto.

miércoles, 4 de enero de 2012

Un día aprendí a soñar con los ojos abiertos.

Y cuando menos lo esperas, abres los sueños.


La verdad, es que estaba indeciso sobre qué escribir. No sabía si escribirle al amor, o al desamor, o a qué. Así que decidí escribirnos a nosotros.

Vaya forma esa de transformarnos de un día a otro, sin poder decidir, sin poder actuar, sin poder opinar, pues. Y es que es tan repentina la forma en que llegan las personas, que ni siquiera traes los calzones puestos u acomodados. Ni siquiera sabes si vas a reír con su llegada, o llorar con su partida, o si será al revés. Solamente llegan sin avisar y sin un sentido de conciencia que pueden causar en alguien ajeno a ellos. Llegan sin decir cuánto tiempo piensan quedarse, o si siquiera piensan quedarse.

A veces creo que llegan, sólo para contarnos historias, no sé si para pedirnos que formemos parte de ellas, o únicamente, para aislarnos y recordarnos que no lo somos. Llegan para presumirnos de una felicidad que no conocemos, de unos sueños absolutamente inverosímiles, tal vez.  Y digo "inverosímiles", porque ¿qué va a conocer uno sobre sueños, si a duras penas puede con su realidad? Nada.

Y son precisamente esas personas, las que nos enseñan que no es necesario dormir, para poder soñar. No es necesario tener una meta para aprender a correr. Bueno, no es obligación asemejarse a los demás para ser feliz. Y creo que es precisamente esa absurda idea nuestra, la que no nos permite desplegar las alas y volar tan alto como nuestros sueños nos lo permitan. Vaya, si seremos estúpidos.

Con el paso del tiempo y con el volar de las alas, aprendí que mi almohada, es lo último que necesito para soñar.