La última vez que te escribí, me seguías doliendo. Seguías enterrada en mi pecho; punzando en mi piel. Seguías jugando con mi mano a soltarla y volver a tomarla a tu antojo. Lo mismo hacías con mis sueños.
¿Recuerdas ese «para siempre» que me prometiste? Yo solía hacerlo. Hasta que entendí que si te fuiste fue porque no ibas a volver. Y si volvías, era para terminar de recoger aquellas cosas que olvidaste en nuestra habitación; todas menos a mi. A veces pienso que nunca nos entendimos. O te entendiste. O me entendí. A veces pienso que nunca fuimos para nosotros.
Te lloré tantas veces que esperaba que en alguna de esas lágrimas se te ocurriera regresar diciéndome que todo estaría bien, y que volverías a tomar mi mano para nunca soltarla otra vez. Tan equivocado estaba, y tan equivocados estábamos. Nos equivocamos al pensar que sería eterno cuando ni siquiera éramos conscientes de cuánto dura la eternidad. Estábamos tan equivocados que nos olvidamos de cuidar la esencia y lo que llevamos dentro, y nos pusimos a cuidar la carne. Así de mal estábamos.
Decidí escribirte porque te me estás yendo de la piel, de los recuerdos, y del pecho. Decidí escribirte porque nos veo tan rotos que lo único que nos puede pegar son las letras. Y no, no te quiero pegar para también pegarte en mi alma. Decidí pegarte en papel, porque es la única forma de concluir nuestra historia tan incompleta y tan insuficiente. Es la única forma en que ya no volverás a doler.
Te escribo por última vez porque sé que después ya no podré recordar ni lo que me hizo extrañarte tanto.